En el corazón de Sinaloa, el enfrentamiento entre el Estado mexicano y el crimen organizado ha entrado en una fase que muchos consideran estancada. Las balaceras, retenes ilegales y enfrentamientos esporádicos continúan siendo parte de la cotidianidad para cientos de comunidades. Aunque los grandes golpes mediáticos continúan —como la captura de líderes del Cártel de Sinaloa—, la sensación de inseguridad y control territorial por parte de grupos criminales persiste.
Periodistas que han recorrido la región reportan un ambiente de tensión permanente, con caminos bloqueados, tiroteos intermitentes y comunidades atrapadas entre bandos rivales. Muchos ciudadanos optan por guardar silencio, sabiendo que cualquier palabra fuera de lugar puede significar una amenaza a su vida. Las fuerzas armadas, por su parte, mantienen operativos, pero muchas veces no logran contener la expansión de las células criminales.
Uno de los elementos más preocupantes es la aparente reorganización de los cárteles tras cada golpe militar. Lejos de desarticularse, las estructuras se adaptan, se dividen y reconfiguran, manteniendo su influencia en la región. La población civil continúa siendo la principal víctima, en medio de un fuego cruzado que parece no tener fin.
La estrategia del gobierno federal ha sido ampliamente criticada por analistas y organizaciones de derechos humanos, quienes señalan que los operativos militares sin seguimiento judicial ni fortalecimiento institucional solo generan vacíos de poder rápidamente ocupados por nuevos actores violentos.
Mientras tanto, el estado de Sinaloa sigue siendo símbolo de una lucha fallida, donde la paz es una promesa lejana y el silencio es la regla de supervivencia. Para los habitantes de estas zonas, la guerra no ha terminado: simplemente ha cambiado de rostro.
Fuente: El País